EL VALOR DE LA SALUD
La salud es uno de esos temas que generan una ambivalencia de sentimientos bastante acusada: por una parte, mejor si no lo comentamos, es señal que nos encontramos bien (y no hay que llamar al mal tiempo); por otra parte, quizás que le prestemos un poco de atención para tratar de prevenir algunas enfermedades o accidentes evitables.
Entendida como ausencia de enfermedad y como resultado de un equilibrio biológico, mental y social, la salud ha alcanzado recientemente el rango de derecho fundamental de las personas. Esta noción integral de la salud se vincula con una noción también integral de la persona y hay que concretarla en el desarrollo de dimensiones racionales, emocionales y conductuales que permitan un equilibrio de sus necesidades con los recursos del sistema de salud disponibles/suficientes.
Los avances científicos, junto con los cambios ideológicos y económicos de los últimos dos siglos, han situado la salud en un primer plano del interés social. Pero aun así, no ha llegado a todos y las desigualdades sociales tienen en la salud un exponente muy marcado: en el terreno internacional, observamos la diversidad de patologías que afectan a países ricos y a países pobres (cardiovasculares, oncológicas o accidentes de tránsito, contra sida, malaria y tuberculosis, para poner algunos ejemplos); asimismo, dentro de cada sociedad la salud también se convierte en factor potencial de discriminación y, a la larga, de exclusión (discapacidades, incapacidades laborales, enfermos mentales). En definitiva, los que no “están en forma” quedan al margen, ocupan menos espacio mediático y a menudo son rechazados de los sistemas de producción y de participación social y política.
El sistema sanitario, la base biogenética, las condiciones ambientales y el estilo de vida, son los cuatro factores que determinan el grado de salud de las personas, pero precisamente este último, aun siendo el más importante, es el más desatendido por todos. Si analizamos algunos de nuestros comportamientos a lo largo del día, como por ejemplo los ritmos horarios, las condiciones laborales, los ingredientes de las comidas, las actividades de ocio, etc. ¿Llevamos un estilo de vida saludable? ¿Quién es el responsable? ¿Qué podemos hacer?
En definitiva, la salud no es sólo un asunto individual, sino que implica también a la comunidad; es necesario orientar nuestra tarea educativa precisamente reforzando la doble responsabilidad individual y colectiva inherentes a la salud. Así pues, hay que incorporar la salud a la educación en una triple orientación: como contenido educativo estricto, como tema de debate ético y como escenario para tomar decisiones.
Como contenido educativo, la educación para la salud ha de formar parte de los programas y curriculums educativos en todos los niveles. Es necesario que niños y adultos sean capaces de conocer las limitaciones y las posibilidades del propio cuerpo, pero hay que hacerlo en el contexto directo donde viven.
La salud como tema de debate ético significa que niños y adultos han de saber reconocer sus prejuicios sobre la salud y admitir la variedad de creencias asociadas a la salud, pero sobre todo que la sociedad actual plantea retos constantes sobre los cuales hay que tener una posición tomada, con toda la flexibilidad que se quiera, pero siempre a partir de unos referentes determinados.
Finalmente, hay que entender que la educación para la salud tiene que preparar para la toma de decisiones, tiene que ayudar en la adquisición de habilidades que nos faciliten la toma de decisiones de manera autónoma y responsable, y siempre en contextos sociales. Por lo tanto, no podemos olvidar los factores emotivos y racionales que forman parte de la toma de decisiones, y aquí entra en escena el papel de educadores y educadoras (padres, maestros, monitores, abuelos….) y también el entorno educativo en general (medios de comunicación, amigos…).
Se impone, en definitiva, una clarificación conceptual y metodológica por parte de los profesionales implicados, pero sobre todo una estrategia coherente que pasa por un acuerdo profundo con familias y otras instancias (sobre todo mediáticas) para educar en entornos saludables, es decir, que sitúen la salud como uno de sus valores centrales.
Entendida como ausencia de enfermedad y como resultado de un equilibrio biológico, mental y social, la salud ha alcanzado recientemente el rango de derecho fundamental de las personas. Esta noción integral de la salud se vincula con una noción también integral de la persona y hay que concretarla en el desarrollo de dimensiones racionales, emocionales y conductuales que permitan un equilibrio de sus necesidades con los recursos del sistema de salud disponibles/suficientes.
Los avances científicos, junto con los cambios ideológicos y económicos de los últimos dos siglos, han situado la salud en un primer plano del interés social. Pero aun así, no ha llegado a todos y las desigualdades sociales tienen en la salud un exponente muy marcado: en el terreno internacional, observamos la diversidad de patologías que afectan a países ricos y a países pobres (cardiovasculares, oncológicas o accidentes de tránsito, contra sida, malaria y tuberculosis, para poner algunos ejemplos); asimismo, dentro de cada sociedad la salud también se convierte en factor potencial de discriminación y, a la larga, de exclusión (discapacidades, incapacidades laborales, enfermos mentales). En definitiva, los que no “están en forma” quedan al margen, ocupan menos espacio mediático y a menudo son rechazados de los sistemas de producción y de participación social y política.
El sistema sanitario, la base biogenética, las condiciones ambientales y el estilo de vida, son los cuatro factores que determinan el grado de salud de las personas, pero precisamente este último, aun siendo el más importante, es el más desatendido por todos. Si analizamos algunos de nuestros comportamientos a lo largo del día, como por ejemplo los ritmos horarios, las condiciones laborales, los ingredientes de las comidas, las actividades de ocio, etc. ¿Llevamos un estilo de vida saludable? ¿Quién es el responsable? ¿Qué podemos hacer?
En definitiva, la salud no es sólo un asunto individual, sino que implica también a la comunidad; es necesario orientar nuestra tarea educativa precisamente reforzando la doble responsabilidad individual y colectiva inherentes a la salud. Así pues, hay que incorporar la salud a la educación en una triple orientación: como contenido educativo estricto, como tema de debate ético y como escenario para tomar decisiones.
Como contenido educativo, la educación para la salud ha de formar parte de los programas y curriculums educativos en todos los niveles. Es necesario que niños y adultos sean capaces de conocer las limitaciones y las posibilidades del propio cuerpo, pero hay que hacerlo en el contexto directo donde viven.
La salud como tema de debate ético significa que niños y adultos han de saber reconocer sus prejuicios sobre la salud y admitir la variedad de creencias asociadas a la salud, pero sobre todo que la sociedad actual plantea retos constantes sobre los cuales hay que tener una posición tomada, con toda la flexibilidad que se quiera, pero siempre a partir de unos referentes determinados.
Finalmente, hay que entender que la educación para la salud tiene que preparar para la toma de decisiones, tiene que ayudar en la adquisición de habilidades que nos faciliten la toma de decisiones de manera autónoma y responsable, y siempre en contextos sociales. Por lo tanto, no podemos olvidar los factores emotivos y racionales que forman parte de la toma de decisiones, y aquí entra en escena el papel de educadores y educadoras (padres, maestros, monitores, abuelos….) y también el entorno educativo en general (medios de comunicación, amigos…).
Se impone, en definitiva, una clarificación conceptual y metodológica por parte de los profesionales implicados, pero sobre todo una estrategia coherente que pasa por un acuerdo profundo con familias y otras instancias (sobre todo mediáticas) para educar en entornos saludables, es decir, que sitúen la salud como uno de sus valores centrales.
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